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Esperancita Escarlata

Relatos hiperbreves

Descubrir

          Cuando ella llegó a este mundo, no sabía apenas nada. No sabía de la nada de donde venía y nada sabía de los brazos que la estaban sosteniendo. Fue mucho después cuando empezó a vislumbrar alguna de las verdades que eran evidentes. Era evidente que no por haber nacido era ya uno más. Eso había que ganarlo cada día. Era evidente que no todo era cierto. Era evidente que las verdades de cada cual no eran las que parecían. Sobre todo, era evidente que no había que dar nada por supuesto y que en realidad  nada era tan evidente como para tenerlo en cuenta y basar en ello ninguna verdad absoluta.

           A partir de ahí, decidió ignorar lo descubierto e intentar seguir viviendo como lo había hecho siempre. Sin recelar de nada ni nadie… en principio. Con la cara descubierta para que le diera el aire y con los cinco sentidos alerta para no perderse ni un ápice de su vida. Para descubrir novedades en cada rincón. Para sorprenderse como lo hace un niño. Poniendo todo de su parte para que cada día tuviese un sabor distinto e interesante.

          Y siguió viviendo.

¿Quién seré yo?

¿Quién seré yo?

          Estoy tranquilo, pero un poco aburrido, la verdad.

         Antonio me dejó aquí olvidado el viernes y desde entonces no me ha hecho ni caso. Hoy es domingo por la tarde. No es que me queje. Lo comprendo, pero siempre se me hace largo el tiempo cuando estoy así tan quieto.

         El lunes me hizo correr un montón. Estuve trabajando sin cesar con él en el colegio. Además no paraba de dar paseos conmigo hasta la papelera. Cuando vamos allí me rasca durante un buen rato y me da un gustito… ¡Me hace cosquillas! Luego volvemos a correr y a trabajar. A veces me canso un poco pero es estupendo ayudar a Antonio en su trabajo.         Hay ocasiones en que me pasea contento por ahí y entre los dos hacemos dibujos que todo el mundo dice que son preciosos. Antonio sonríe en esas ocasiones y yo me siento orgulloso de ser su compañero.

         No he explicado todavía que Antonio es un niño. Tiene seis años y este curso está aprendiendo a escribir bien. Es movido y juguetón. Es alegre y entusiasta. Cada día que pasa es un poquito más alto y ha empezado a sumar y a restar. Se siente un chico mayor.

         Tampoco he dicho quién soy yo. Seguro que ya has imaginado algo.

          Yo cada día que pasa me hago más pequeñito. Eso le gusta a Antonio y dice que cuando tenga un tamaño minúsculo me va a guardar en un lugar muy especial. Me va a colocar en una caja preciosa que tiene, que es donde guarda algunos tesoros pequeños para que no se pierdan. Creo que allí está una canica dorada que encontró un día en el parque cuando paseaba con su papá. También guarda un soldadito de colores algo gastados que fue de su abuelo y algunas monedas antiguas que le regaló su madre.

         También yo estaré en la cajita.

         ¿Sabes ya quién soy? ¡Pues claro! Soy el lápiz de Antonio y me siento orgulloso de acompañarlo todos los días al colegio, bien guardado en su estuche.

         ¿Has oído alguna vez eso que dicen?

         “Trabajas más que el lápiz de un niño chico”

         ¡Ese soy yo! El lápiz de un niño chico.

Tres batucas

Tres batucas

Era por la mañana. Por la mañana era cuando las vi. Como tres tristes mariposucas. Tonos suaves sobre ellas. Vestían aún sus batas del Pirineo. La una rosa. Las otras dos en tonos azules. Uno más pálido que el otro. Se habían sentado a observar desde su lado de la carretera. Estaban juntitas. Como para darse calor. La mañana no era realmente fría, pero quizás ellas tuviesen frío. Ese frío que a veces se nos mete por entre los huesos.

            Al otro lado de la carretera, justo al otro lado, en lo que antaño quizá fuese al otro lado del camino, la pala escavadora daba cuenta de un edificio. De una casa. Porque aquello había sido una casa. No sólo un edificio. Ellas lo sabían bien y por eso el frío se les había colado dentro. Parecía que temiesen que su propia casa desapareciera también. Al otro lado del camino. Ahí había estado por muchos años la que fuera casa de sus vecinos. Quizá murieron. Quizá se fueron a vivir al pueblo grande. ¿Y ellas? ¿Tenían más pena por lo que ya no estaba o por no poder irse ellas también?

            Troceaba la pala tabiques y vigas. Techumbres, paredes, baldosas y estantes. Y ellas sin un parpadeo. Sin hablarse nada. Quietucas las pobres. Como tristes hadas. ¿Quién iba a decirlo? Si no hacía nada que eran unas niñas y juntas, jugando, cuántas veces no habrían salido para ir hasta el otro lado del camino y encontrarse allí ¿quién sabe con quién? ¿Con alguna amiga? ¿Con alguien que al cabo fue como un hermano?

            Pasaban los coches y ellas ajenas. No sentían más movimiento ni más ruido que el que tenían de frente. Pasaban camiones y nada de nada. Ellas fijas en la pala.

            Cuando al mediodía volví a pasar, ya de vuelta a casa, ellas ya no estaban. Quizá ya no quieran salir a la calle que ya no es la suya. Quizá lloren dentro. Quizá ya no quieran mirar. Quizá un hijo suyo se compre un pisito de los que construyan y quizá sus nietas miren desde casa cómo un día una pala da con sus zarpazos al traste con la que fuera la casa de su “buelita”.

POR QUÉ VUELAN LAS MARIPOSAS

Esparcí colores por doquier con el pincel, con toda la fuerza de mi caja de acuarelas. El sueño era tranquilo y me complacía tanto verte que quise así embellecer algo más tu mundo al despertar.
Era tanta mi alegría en ese instante, que hubiera hecho cualquier cosa por hacerlo eterno. Sin embargo despertaste y la fuerza de tu sonrisa y mi placer al mirarte consiguieron el milagro: de las motas desiguales, al unísono brotaron mil y una mariposas que con su danza arroparon nuestro abrazo intenso y dulce.